"Johnny, tú
nunca tendrás
suerte".
Abrí la mano y se posó un gorrión.
Cómo amé al gorrioncillo,
le daba de mi boca al pico pan,
cavaba en la tierra de la noche
por guardar sus sombras.
¡Podéis creer que el teuladí
tenía cientos en el buche?!
Yo, perra amorosa, al servicio
del que todo puede
(pongamos omnia vincit virgiliano,
pongamos anuncio de Bvlgari,
pongamos película de sobremesa francoalemana),
con la rodilla hincada y bruta.
Yo, perra amorosa,
a los pies del gorrión.
"Johnny, tú
nunca tendrás
suerte en".
Cerré la mano y obtuve una navaja.
El pájaro lloraba, pedí
permiso para abrazarlo.
Escribí a una embajada
para las gestiones.
Me estaba abandonando (el pájaro es Johnny)
en un parking seudonorteamericano,
cercada por un burger y una gasolinera,
me estaba abandonando y parecía
que le dejara yo a él,
parecía Salicio y Nemoroso juntamente,
una fuente siciliana,
todo un ojo,
agarrado al volante por no caerse,
así que me permitió tomarle con la palma
y acariciar su sombra
(en verdad no hice las gestiones).
Fue la última vez que rocé
la sombra de Johnny.
Pajarillo, ¿por qué no me dejaste
con un baile en Tik Tok?
Habría sido casi tan grandioso,
bélico-químico,
algo que poder mostrar a los amigos:
Y así la dejé, sin acentos
de ninguna geografía.
Ahora sé, que a Johnny-Pájaro le gusta
afrontar el desamor en los parkings.
Pudo ser un aeropuerto, pero un parking
es lo que merece una perra prescindible, un parking,
como yo. Habrá una regla de tres.
Una aritmética del deje.
Ahora sé más de Johhny-Ave:
los vocativos que me daba
eran solo nombres de animales.
Eufemismos de miel
para perra, perrita, can.
Ahora sé que a los gorriones
les gusta desaparecer como arte de Houdini
-¿habrá una bandada de sombras que corten en cesárea el cielo?-
y dejar canes con la rodilla hincada en standby
con tal de cumplir autodesignios:
"Johnny, tú
nunca tendrás
suerte en"
-se dijo una vez el avecilla
antes de abrir mi palma,
eso dijo,
recuerdo que lo dijo
y luego
me orinó-
"el amor".
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