Cuando giré el verano, Johnny no estaba.
Yo tenía sus cosas, él las mías.
Además estaban las palabras que me puso;
martilleo del perrito, te quiero, can,
pero ni pan te doy.
Me dijo que yo, que él a mí,
que, mi amor -nadie entendía nada
en el parking del centro comercial:
me dejó en su Chrysler de segunda mano
-al fin y al cabo, Chrysler era-,
me dejó pero me puso una cinta al cuello,
del tipo vete que no puedo pero después
gira la nuca hacia mí, anda.
Y giré la nuca tres veces.
Y giré la nuca cien veces.
Y giré la nuca 357.899 veces hacia su holograma.
Qué bonita estaba con la cinta al cuello,
daba vueltas y vueltas
en mi danza llorona,
bailaba en la sala enorme del bucle, descoyuntada,
el cuerpo como aspersor de mi propia materia.
-Ojalá te hubieras ahogado, mujer,
con aquella cinta de raso.
Ojalá me hubiera ahogado, Johnny, con aquella cinta,
como Isadora Duncan en la Niza del 27.
-Permíteme que te pida ahora,
que ya no eres mi amor,
¿no podrías haberme arrastrado del cuello
con la cinta y tu Chrysler automático, disculpa,
antes de tu balbuceo de cuatro años:
mi amor, mi mazapán, mi nena,
no puedo, yo, es que tú, perdona?
Solo te pido un viaje hacia atrás,
hinco la rodilla,
para que hagas de mí
-disculpa-
una guirnalda de carne muerta, que no pueda ya estorbarte
ni a ti ni a tus montañas.
Desde que Johnny me abandonó
en el parking de aquel día,
cruza una perra fea y cabizbaja
de lunes a lunes. Nada pide
a los testigos del abandono.
Entre el brillo Burger King y el gasoil autoservicio,
aparece, cojea un baile, con una cinta en el lomo,
y desaparece
sin pan que echarse al buchecito deforme.
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