Todos vienen a ver
a la perra prescindible.
De las mutilaciones
en patas y morro
aún no se ha recuperado
y chorrea como aspersor de jardín.
Si le das comida,
girará cómicamente
en plan canelón de carne.
Mitad tragedia, mitad comedia.
Pero tienen compasión las moscas
de la perra prescindible.
No le ponen besos en el cogote,
piadosas,
solo hacen un aro alrededor.
Es la perra santa
en el museo de un Decathlon.
Todos vienen a ver
pero mantienen la distancia de seguridad.
¿Qué no tendrá
la perra prescindible?
Un tumor penoso, ¡SEGURO!
en la pupila, gangrena, ¡FIJO!
¡ALGO MUY VÍRICO!... gritan los visitantes
echando cacahuetes y zapatos.
Patalea sin extremidades
pero como si las tuviera todavía,
como un microdonquijote,
gusano de bola
o cucaracha sin cabeza.
Su ladrido es el hilillo
de una fuente que escapa del encuadre
y es probable que prefiera
el destino de un podenco viejo
al suyo, pues tiene una ciudad dormitorio
anidando en la garganta.
Una pelota cruza de nuevo el escenario.
Le toca el juego de la devastación
por el que ha pagado medio mundo
que ha venido a ver,
quiero decir, desde Donald Trump
a ti que has leído.
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